DÍA 10 DE JULIO
Corría el año 162 de la era cristiana. Imperaba en Roma Marco Aurelio, hijo adoptivo del viejo emperador Antonino Pío. Este príncipe, que se las echaba de filósofo, era sumamente supersticioso respecto de los dioses del paganismo, y, a pesar de la segunda apología de San Justino en favor de los cristianos, inició una nueva era de persecución en la que los hijos de Santa Felicidad y esta misma heroica madre, fueron de las primeras víctimas sacrificadas por la fe.
UNA MADRE ADMIRABLE
Pertenecía Santa Felicidad a
una de las más ilustres familias romanas, quizá a la patricia Claudia. Del que
fue su marido no nos quedan otros datos que los referentes a su muerte,
acaecida en el año 160, aunque parece muy verosímil que fuera también
cristiano, ya que permitió a su esposa el libre ejercicio de la religión a más
de consentir en que se criasen en la fe y santo temor de Dios los siete hijos
que el Cielo les había dado. Fueron éstos: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano,
Alejandro, Vidal y Marcial; modelo, cada uno de ellos, de cristianas y heroicas
virtudes en su corta vida y en la difícil prueba del martirio.
Cuando hubo muerto su
esposo, se persuadió Felicidad de que el Señor había disuelto el vínculo
matrimonial para, en adelante, ocupar Él solo todo su corazón. Hizo, pues, voto
de no pasar a segundas nupcias, por parecerle el estado de viudez muy propio
para santificarse; renunció a las galas, fausto y profanidad, y se dedicó a
copiar perfectamente el retrato que de la viuda cristiana hace San Pablo. Desde
luego, encontró grandes atractivos en la soledad y en el retiro. Pasaba gran
parte del día y de la noche en sus devociones, pero como sabía muy bien que el
primero de sus deberes era la educación de los hijos y el gobierno de la
familia, a ello se aplicó principalmente y con todo el fervor de su alma.
Hablaba a sus hijos de la
brevedad, vanidad e inconstancia de los bienes caducos y perecederos de este
mundo, y de la gloria perdurable que gozan los bienaventurados en el cielo. « ¡Qué
dichosos seríais, hijos míos —les decía muchas veces después de contarles lo
que tantos ilustres mártires padecían—, qué dichosos seríais vosotros, y qué
afortunada madre sería yo si algún día os viese derramar vuestra sangre por
Jesucristo!»
«Yo —decía Jenaro— soy el
mayor de todos, y por mayor tengo derecho a dar mi sangre por la fe antes que
otro alguno—.
Aunque nosotros seamos los
más pequeños —replicaban Vidal y Marcial— tenemos también ese derecho; y si el
tirano quisiera perdonarnos por más niños, levantaríamos tanto el grito
proclamando nuestra fe, que le habríamos de obligar a no negarnos la corona del
martirio—. Y los demás —decía otro— ¿piensas que habríamos de estar mudos?
También tenemos lengua, y también sabríamos gritar de manera que nos oyesen—.
La virtuosísima señora escuchaba con indecible gusto este piadoso desafío de
sus hijos, y pedía sin cesar al Señor que se dignase escogerlos para Sí. Muy
pronto se corrió la fama de aquellos cambios.
Se Sobresaltaron los
sacerdotes de los ídolos al ver la creciente influencia de aquella santa mujer,
e hicieron llegar sus quejas al emperador, el cual puso la causa en manos de Publio,
prefecto de Roma.
Ese desconocido Publio que
citó a Santa Felicidad a su tribunal, fue Salvio Juliano, el famoso
jurisconsulto redactor del edicto perpetuo.
Antes de proceder de acuerdo
con los formulismos legales en práctica, quiso Publio tentar privadamente los
medios persuasivos. A este fin, llamó a su presencia a la santa madre y le
expuso la necesidad en que ella estaba de atender a su propio prestigio ante la
sociedad romana y de velar por el futuro de sus hijos. El magistrado, que en un
principio la tratara con exquisitas deferencias y amabilidad, hubo de
comprender muy pronto que perdía el tiempo con tales razones, y la amonestó
severamente.
Tampoco esta vez halló eco
en aquella alma bien templada. La amenazó entonces con gravísimos castigos, pero,
en vista de su nuevo fracaso, determinó proceder contra ella judicialmente,
quizá con la esperanza de impresionarla.
ANTE EL PREFECTO DE ROMA
Al día siguiente, hubieron
de comparecer Felicidad y sus hijos ante el mismo Publio en su tribunal del
foro de Augusto, llamado posteriormente foro de Marte. El funcionario imperial
trata de inducir a la madre a que convenza a los siete jóvenes de la necesidad
en que están de ofrecer sacrificios a los ídolos. En lugar de acceder a los
requerimientos del prefecto, Felicidad se dirige a ellos para disponerlos a la
lucha por su fe y aun a la muerte. Y así les dijo:
— ¡Mirad al cielo, hijos
míos! Alzad los ojos a lo alto, pues allí os está aguardando Jesucristo con sus
Santos. Combatid todos valerosamente por la salvación de vuestras almas y
mostraos fieles al amor de Dios.
Irritado por aquella
valerosa actitud que él toma por afrenta, ordena Publio que abofeteen a la
intrépida madre y que la saquen del pretorio.
A esto siguió la
comparecencia de los siete hermanos. Uno a uno: acaso así resultaría más fácil
vencerlos. El primero en presentarse fue Jenaro.
Publio le promete cuantiosos
bienes si consiente en sacrificar a los ídolos, y le amenaza con azotes si
rehúsa. El joven le contesta con firmeza:
—Lo que me propones es una
insensatez, y yo me guío sólo por la sabiduría de Dios, el cual me dará la
victoria contra tu impiedad.
El prefecto ordena que le
azoten con varas y que, ensangrentado, lo encierren en un calabozo, a fin de
que piense con calma en su actitud
definitiva.
Manda comparecer al segundo,
Félix, y le exhorta a ser más cuerdo que su hermano si no quiere un castigo
semejante.
—No hay más que un Dios,
dice Félix, y es el que nosotros adoramos, y a quien rendimos el amor de
nuestros corazones. No pienses arrebatarnos el amor de Jesucristo; no lo
lograrán ni tus insinuaciones ni tus tormentos.
El juez lo manda a la
cárcel; comprende que haría lamentable papel frente a semejante decisión.
Dirigiéndose al tercero, llamado Felipe, le dice:
—Nuestros invencibles emperadores
te ordenan que, como buen romano, sacrifiques a los dioses omnipotentes.
—Pero, ¡ si no son dioses!
—responde el joven— ; ¡ si no tienen poder alguno; ni son más que míseros e
insensibles simulacros! Ten presente, señor, que quienes les ofrezcan sacrificios
han de ser castigados con tormentos eternos. Por lo menos no nos quieras
pervertir a nosotros.
Publio da señales de
impaciencia y Felipe es conducido a la cárcel.
Se presenta al prefecto el
cuarto, Silvano.
—Veo —le dice el magistrado—
que os habéis entendido todos con vuestra madre para menospreciar las órdenes
de los emperadores. Bueno está, pero tened presente que seréis todos condenados
a muerte.
—Si retrocediésemos ante el
suplicio de un momento —replica el muchacho con calma— nos expondríamos a
castigos sin fin. Pero porque sabemos con toda certidumbre qué recompensas
aguardan a los justos y qué tormentos a los pecadores, despreciamos vuestras
amenazas y despreciamos vuestros ídolos; y en cambio servimos al Señor
omnipotente que nos dará la vida eterna y para quien reservamos todo nuestro
amor.
El juez ahora se dirige a
Alejandro.
Le apura despachar de una
vez aquel ingrato pleito.
—Supongo —le dice— que
querrás salvar la vida y gozar tu juventud; pero sólo podrás conseguirlo si
obedeces a nuestro emperador. No es difícil, basta con que adores a los dioses;
si así lo haces, nuestros Augustos te colmarán de regalos y volverás a tu paz
completamente libre.
—Siervo soy de Jesucristo,
—le responde Alejandro—. Ahora, como siempre, reconozco y confieso su
divinidad; y mi corazón que sólo ha sido para Él, seguirá amándole por toda la
eternidad. Y en esto, Publio, de adorar al único Dios verdadero, puedes ver
cuánto más vale la sabiduría de un jovenzuelo que toda la experiencia de los
ancianos que se esclavizan de las falsas divinidades. Tiempo tendrás de
convencerte cuando veas cómo se aniquilan, junto con esos dioses, los que hoy
los adoran.
Toca el turno a Vidal, es el
penúltimo. El prefecto, ya harto impaciente, aunque sin albergar mayores
esperanzas, se atreve a insinuarle:
—Tú, por lo menos, tendrás
ansias de gozar, y no ganas de exponer tu vida como acaban de exponerla por
puro capricho tus hermanos.
—Y ¿quién es más razonable
entre los que desean vivir —responde el
niño—, el que busca la
protección de Dios o el que busca el favor del
demonio?
—¿Quién es el demonio?
—pregunta Publio, sorprendido.
—Demonios son los dioses de
los paganos —replica Vidal.
Cuando Nuestro Señor predijo
a sus discípulos las persecuciones que habrían de sufrir en el mundo por su
causa, les recomendó que no se inquietasen acerca de lo que habrían de
responder ante los tribunales. «El Espíritu Santo —les dijo— os inspirará lo
que hayáis de decir». Esta promesa acaba de realizarse de un modo sorprendente
ante el prefecto.
¿Cuándo se había visto, en
efecto, a un grupo de muchachos, amenazados con suplicios y la muerte misma,
responder con tanta calma, cordura e intrepidez?
Faltaba el séptimo, el niño
Marcial. Imaginó Publio que también con él fracasaría en su intento. En efecto,
Marcial fue digno de sus hermanos y de su madre.
—Vais a morir todos —le
anuncia el juez—, y por culpa vuestra. ¿Por qué en vez de obedecer a las
órdenes de los emperadores os empeñáis en perder la vida negando el culto que
debéis a los dioses?
— ¡Oh, sí supierais —dice
con aire de majestad el tierno niño—, si supierais las penas reservadas a los
adoradores de los ídolos! Dios, usando de paciencia, no quiere aún lanzar sobre
vosotros los rayos de su indignación; pero día vendrá en que todos los que no reconozcan
a Jesucristo por verdadero Dios, serán arrojados a las llamas eternas, donde no
existe redención.
El juez, que se siente
fracasado ante la intrepidez de aquellos decididos jóvenes, ordena que lleven a
Marcial a la cárcel e inmediatamente envía a los emperadores el acta del
interrogatorio para que ellos dispongan.
E l ÚLTIMO COMBATE
Poco se hizo aguardar la
respuesta imperial. Marco Aurelio condenó a muerte a toda la familia. Mas, a
fin de evitar en aquel momento un escándalo demasiado grande y para que no
pesara toda la responsabilidad de la horrible tragedia sobre el prefecto, las
causas de los condenados fueron sometidas a varios jueces subalternos, los
cuales habían de aplicar la pena en diferentes formas a los intrépidos
confesores.
Jenaro, el mayor de los
siete, fue azotado con cuerdas armadas de
bolas de plomo. Se prolongó
el cruel suplicio hasta que la inocente víctima exhaló el postrer aliento.
Félix y Felipe murieron apaleados, a Silvano lo arrojaron de lo alto de una
roca; los tres últimos fueron decapitados.
Esto acaecía el 10 de julio,
día en que se celebra su fiesta.
Felicidad, ya siete veces
mártir con la muerte de cada uno de sus hijos, fue degollada el 23 de noviembre
siguiente, en que la tiene inscrita el Martirologio. No sirvió aquella espera
para vencer a la valerosa madre.
SEPULTURA. — CULTO
El breviario de Osnabruk,
publicado en 1516, pone el 10 de agosto el oficio en que se canta la gloria de
Santa Felicidad y sus siete hijos.
» ELOGIO DE LOS SIETE
HERMANOS
El monasterio benedictino de
Ottobeuern, en la diócesis de Augsburgo, veneraba a los siete hermanos mártires
como patronos especiales desde que el cuerpo de San Alejandro fue llevado al
citado monasterio.
SANTORAL:
·
Santa Amalberga de Tamise
·
San Bianor de Pisidia
·
San Silvano de Pisidia
·
San Pascario de Nantes
·
Beato Manuel Ruiz y compañeros
·
Santa Maria Gertrudis
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