DÍA 8 DE JULIO
Zaragoza, la Inmortal, la de los Innumerables Mártires, Pilar de nuestra raza y Columna de nuestra fe, fue la ciudad donde vio Isabel la luz primera. Andando el tiempo, había de ceñir sus sienes con la diadema real y merecer más tarde el honor de los altares por la santidad de su vida. Nació Isabel en el castillo de la Aljafería, de la capital aragonesa, corriendo el año del Señor 1271. Fue hija de Pedro, primogénito del rey de Aragón, don Jaime I, y de Constanza, hija de Manfredo, rey de Sicilia, y nieta, por línea materna, del emperador de Alemania Federico II. Por parte de su madre, sobrina segunda de Santa Isabel de Hungría, cuyo nombre se le dio en el bautismo.
REINA DE PORTUGAL
La joven Isabel, que sentía
gran atractivo por la virginidad, no hubiera aceptado esposo alguno terrenal,
pero una luz particular le manifestó que por razón de estado debía sacrificarse
y acatar el deseo de sus padres.
La alianza con el valeroso
rey de Aragón, llamado el Grande a pesar de su corto reinado, era muy
solicitada. El emperador de Oriente, y los reyes de Francia, Inglaterra y
Portugal, habían pedido la mano de Isabel. Para evitarse la pena que les
produciría el alejamiento de su hija, buscaron los padres al rey más próximo,
y, con este fin enviaron embajadores a Dionisio, rey de Portugal, para
anunciarle que aceptaban su petición.
TERRIBLES PRUEBAS — UN RASGO
DE JUSTICIA DIVINA
Tras de algunos años de
dicha conyugal perfecta, el rey se dejó llevar de culpables pasiones. La
desdichada reina soportó aquella pesadísima cruz con tan heroica paciencia, que
jamás se le escapó ni la más ligera queja ni la más mínima señal de disgusto o
resentiminto. Menos ofendida de sus agravios y del abandono en que se veía, que
de las ofensas hechas a la majestad de Dios, se contentaba con clamar en
secreto al Señor por la conversión del rey, pidiéndosela sin cesar con
oraciones, lágrimas y limosnas. Al fin la paciencia y mansedumbre de la reina
conmovieron el corazón del rey, el cual volvió a la práctica de sus deberes
religiosos e hizo penitencia por sus pasados extravíos con sincerísimo
arrepentimiento.
SANTA ISABEL RESTABLECE LA
PAZ
Alfonso, príncipe heredero
de Portugal, deseoso de figurar en el campo de la política, intentó, en 1322,
apoderarse por sorpresa de Lisboa.
El rey conocedor de estos
planes, quiso evitar la guerra y no encontró más expeditivo remedio que hacer
prisionero al rebelde.
Isabel, luchando entre su
amor de esposa y su amor de madre, trató de reconciliar al padre con el hijo,
luego, para que no hubiera efusión de sangre, advirtió a su hijo Alfonso el
peligro que corría. Algunas personas mal intencionadas la acusaron de ser
partidaria del príncipe, y el rey, demasiadamente crédulo, echó a la reina del
palacio de Santarem, donde él estaba, la privó de todas sus rentas y la
desterró a la villa de Alenquer. En tan crítica circunstancia, muchos señores
ofrecieron sus servicios a la reina, pero ella lo rehusó todo, alegando que la
primera obligación que a todos cabía era la de condescender con los deseos del
rey.
La santa reina de Portugal
visita a los pobres enfermos y cúralos con sus propias manos sin asco ni
pesadumbre. Les lava los pies, aunque tengan enfermedades enojosas, y con gran
devoción se los besa.
Todo le parece poco,
sabiendo que Dios es digno de infinito amor y servicio.
El joven príncipe, so
pretexto de defender a su madre, pidió socorros a Castilla y Aragón, mientras
Dionisio preparaba un gran ejército. Ante
tales extremos, marchándose
la reina de Alenquer, no obstante la prohibición del rey, y fue a Coímbra a
echarse a los pies de su esposo, el cual la recibió con bondad y consintió que
se interpusiera cerca de su hijo. Apresuradamente fue Isabel a Pombal, donde el
príncipe se hallaba al frente de las tropas rebeldes, le ofreció el perdón
paterno, y se restableció nuevamente la paz.
PIEDAD Y VIRTUD DE NUESTRA
SANTA. — SUS MILAGROS
La virtuosa reina comenzaba
el día con un acto de piedad que tenía lugar en la capilla de palacio. Allí
rezaba Maitines y Laudes, y oía luego la santa Misa. Tenía en alto grado el don
de lágrimas y era su anhelo sufrir por Nuestro Señor. Durante la cuaresma
practicaba ayunos rigurosos y llevaba debajo de sus vestidos ásperos cilicios.
Los viernes, con licencia del rey, daba de comer en sus habitaciones
particulares a doce pobres, los servía ella misma, y les daba vestidos, calzado
y dinero.
Una noche, durante el sueño,
Isabel recibió inspiración del Espíritu Santo, para edificar un templo en su
honor. Muy de madrugada, hizo la piadosa reina ofrecer el santo Sacrificio, y
rogó al Señor que le manifestase claramente su voluntad. Una vez conocida ésta,
mandó algunos arquitectos al sitio que le parecía más conveniente para la
construcción proyectada, pero volvieron para comunicarle que los cimientos ya
estaban trazados y que se podía empezar inmediatamente la construcción. Fue
cosa muy sorprendente, pues la víspera no había absolutamente nada. El rey ordenó
una indagación e hizo levantar acta acerca de este hecho maravilloso; cuando la
reina llegó al lugar para cerciorarse de lo sucedido, tuvo un prolongado
éxtasis, del que fueron muchos testigos.
Poco tiempo después, yendo
Isabel a visitar los trabajos, encontró a una muchacha que llevaba un ramo. Se
lo Pidió y repartió las flores a los obreros, éstos después de agradecer el
delicado obsequio, las dejaron en lugar seguro, más al ir a recogerlas después
del trabajo, vieron que se habían convertido en doblones. La construcción de la
iglesia y las fiestas solemnes de su inauguración fueron señaladas con multitud
de maravillas.
Junto al parque de Alenquer
corría un río en cuyas aguas la reina lavaba la ropa de los enfermos del
hospital. Dice la historia que al contacto con sus manos, estas aguas
adquirieron propiedades maravillosas con las cuales muchos enfermos recobraron
la salud y otros mejoraron de sus dolencias.
MUERTE DEL REY
El rey se agravó de tal
manera, que se le tuvieron que administrar los últimos sacramentos.
La reina, que no le abandonó
un momento, lo cuidó con admirable solicitud y logró que se entregara
completamente en las manos de Dios. Murió el rey piadosamente el 7 de enero de
1325.
Isabel se retiró a sus
habitaciones para dar desahogo a su dolor; se despojó de los vestidos reales, y
se puso el pobre hábito de clarisa. Desde aquel día hasta el de los funerales,
que tuvieron lugar en Odinellas, hizo celebrar muchas misas y rezar muchas
oraciones por el eterno descanso del alma de su marido, y se dio personalmente
extraordinarias penitencias.
SU MUERTE. — PRODIGIOS QUE
LA SIGUIERON
Después de mucho tiempo, se
enfermó y los médicos, que habían sido llamados con grande urgencia,
encontraron muy débil el pulso de la enferma. En cuanto salieron de la habitación,
quiso la reina levantarse del lecho; pero, apenas descansó los pies en el
suelo, cayó desvanecida. Vuelta en sí, rezó el Credo y una plegaria a la
Virgen, besó el Crucifijo y se durmió en la paz del Señor. Era el 4 de julio de
1336, tenía a la sazón sesenta y cinco años.
En su testamento, Isabel
legaba todos sus bienes al monasterio de Santa Clara de Coímbra, en el cual
pedía que se la enterrase, aunque con expresa prohibición de que embalsamasen
su cadáver. A causa de los calores se temió la rápida descomposición, lo que
originó algunas dudas respecto a dicho mandato, sin embargo, por no quebrantar
el último deseo de la reina, su cuerpo, revestido con el hábito de Santa Clara
y envuelto en una sábana, fue depositado en un sencillísimo ataúd de madera.
Junto a su tumba se
multiplicaron los. milagros. En el proceso de su beatificación, se reconoció la
curación de seis moribundos, cinco paralíticos, dos leprosos y un loco. Isabel
fue beatificada por León X en 1516.
El 26 de marzo de 1612, al
ser abierta su sepultura, se observó que su cuerpo incorrupto exhalaba
exquisito perfume. Fue canonizada por Su Santidad Urbano VIII el día 25 de mayo
del año 1625.
Muchas ciudades la han
escogido por Patrona: Zaragoza donde nació, Estremoz donde murió, Coímbra donde
vivió como humilde terciaria de San Francisco, y la nación portuguesa en que
había brillado como reina y como santa.
SANTORAL
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San Adriano III papa
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San Áquila
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San Auspicio de Toul
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