Por la muerte del obispo San
Deogracias, acaecida en 457, la Iglesia de Cartago quedo huérfana de Pastor
durante más de cinco lustros.
En la mencionada fecha
—segunda mitad del siglo v— el África del Norte, que como posesión romana por
espacio de seis siglos, se había entregado por completo a los placeres de la
vida, según testimonio de Silviano estaba en poder de los vándalos. Estos
barbaros, bajados como torrente del norte de las Galias y a través de España,
cruzaron el estrecho de Gibraltar en 429 y fueron a sembrar inmensas ruinas en
aquellas comarcas norteafricanas.
Su rey Genserico, cuyo
fanatismo arriano corría parejas con su crueldad y su odio contra el
catolicismo, se apodero de Cartago en 439. Además de inundar el África con
sangre de mártires, intento dar el último golpe a la religión ortodoxa
prohibiendo bajo pena de muerte la ordenación de nuevos obispos, a fin de
interrumpir la perpetuidad de la jerarquía eclesiástica e impedir la sucesión
del episcopado. Sin embargo, en 476, un mes antes de su muerte, permitió
Genserico que fuesen abiertos de nuevo los templos y que volviesen los obispos
desterrados.
MUERTE DE NUESTRO SANTO
Tras breve intervalo de paz,
Trasamundo, sucesor de Gombod en 496, renovó la persecución contra los católicos.
No adopto contra sus súbditos ortodoxos el sistema de violencias públicas ni de
suplicios barbaros, ni de sangrientas ejecuciones. Trasamundo buscaba seducir a
los católicos con promesas de cargos, dignidades, dinero o favores. Pero ni las
seducciones ni las persecuciones corrompen la fe, antes bien, la purifican; y
los artificios de aquel tirano resultaron tan impotentes como el rigor de las
anteriores persecuciones para los fieles de Cartago. Despechado el rey vándalo,
mando prender al santo Obispo, mas como no pudiese reducir su constancia con la
amenaza de los suplicios, lo deporto, probablemente a Cerdeña, según carta del
papa San Simaco dirigida a los deportados que en aquella isla sufrían por la
causa de la fe.
Es también posible que fuese
desterrado a Corcega, de lo cual hay tradición y de allí pasaría a Italia y,
siguiendo la vía romana de la Galia, llegaría hasta Albi, para establecerse
junto a la tumba de San Amaranto cuando pacíficamente reinaba Alarico II al sur
de aquel hospitalario país. Vio el fin
de sus días, el valiente atleta de la fe, el 13 de julio de 505. Fue sepultado
en el monasterio por el fundado cerca de la mencionada ciudad y su nombre se
hizo pronto celebre por los milagros obrados gracias a su intercesión y poderosísimo
valimiento.
De San Eugenio han llegado
hasta nosotros los siguientes tratados.
Exhortación a los fieles de
Cartago; Exposición de la fe católica; Apología de la fe y fragmentos de la
Discusión con los arrianos.
En 1404, Luis de Amboise,
obispo de Albi, traslado a la catedral las reliquias del santo obispo de Cartago
y las de San Amaranto honrara también aquella tierra
vertiendo su sangre por Cristo.
MÁS DE QUINIENTOS MARTIRES
La figura de San Eugenio es
representativa de la Iglesia de Cartago en aquellos días de gran tribulación.
Como sol que centra sobre si un sistema, el piadosísimo obispo supo conducir
con celo pastoral aquella grey que hacia frente a los embates del infierno.
Nunca es más peligrosa la persecución que cuando tiende a disgregar el cuerpo
perseguido. Máxime si, para lograrlo, se acude a la fácil tentación del halago
y a las promesas de un premio apetecido. Pero también entonces es más abundante
la ayuda del cielo. Y en nuestro caso la obra de los enemigos solo sirvió para
apretar más y más aquellos fervorosos cristianos en torno a su jefe.
Por eso nuestra Santa Madre
la Iglesia al conmemorar en su martirologio la fiesta de San Eugenio, junta en
el recuerdo a ≪todo
el clero de aquella Iglesia, que se componía de más de quinientas personas≫. Todos sufrieron persecución
por haber permanecido fieles a las enseñanzas cristianas. Durante la persecución
de los vándalos, en el reinado de Hunerico, rey arriano. Padecieron hambre y
azotes. Entre ellos había muchos niños lectores y cantores que también
sufrieron con alegría las penas del destierro. Los más celebres fueron el
insigne arcediano Salutario, y Muritas, ministro coadjutor de aquella Iglesia,
los cuales habiendo sido atormentados tres veces, y confesando otras tantas la
fe católica, alcanzaron el glorioso título de confesores de Jesucristo.
La regla de San
Benito, redactada en 529 en la soledad del Monte Casino, e inspirada, al decir
del papa San Gregorio, por el Espíritu Santo, pobló en poco tiempo el mundo de
innumerables monjes, dedicados unos a la agricultura, entregados otros con ahínco
a los estudios literarios y científicos, o a cantar las divinas alabanzas. Fue
la regla de San Benito antorcha luminosa de la Edad Media, cuando florecían en
Europa millares de monasterios, cada uno de los cuales albergaba, con
frecuencia, a centenares de cenobitas. Más de quince mil religiosos diseminados
por el planeta, siguen actualmente sus prescripciones.
VIDA MUNDANA DE SAN
JUAN GUALBERTO
Vivía
en Florencia a fines del siglo X una aristocrática familia. Es creencia general
que Juan nació el año 995.
Un día lo marco trágicamente
la muerte de su hermano Hugo, vilmente asesinado por un caballero florentino. Se
aproximaba ya Juan en los treinta años. Creyó enloquecer de dolor al conocer tan
alevoso crimen. El único recurso que se le ocurrió para tranquilizar su apenado
corazón, fue quitarle la vida al asesino; y siguiendo la costumbre de aquella época,
juró vengar a la desgraciada víctima. Pero Dios se sirvió de tan injusto afán
para convertir a aquel hombre a quien llamaba, cual otro Saulo, para vaso de elección.
Efectivamente, poco después
se dirigía Juan, acompañado de numerosa escolta, a Florencia. Al pasar por un
estrecho sendero bordeado de altos valladares, encontrase frente a frente con
el asesino de Hugo; les era imposible cruzarse sin cerrarse el paso mutuamente.
Ante tal coyuntura, el corazón de Juan se estremeció de feroz alegría;
inesperadamente se le presentaba la ansiada ocasión de satisfacer su venganza.
Requiere espada, y se apresta a caer sobre el indefenso caballero, cuando este,
sobresaltado, se postra de hinojos, y, con los brazos en cruz, pide perdón y clemencia
en nombre de Jesús crucificado. Era el día de Viernes Santo, y Juan no pudo
menos de recordar la sangrienta escena del Calvario y las palabras del Padrenuestro:
≪Perdónanos... como nosotros
perdonamos
a nuestros deudores≫. Le Parece ver a Jesús en la
persona de aquel hombre que aguarda humilde el golpe mortal, y, en vez de
herirle, arroja la espada al suelo, se arrodilla a su vez y exclama: ≪No puedo negarte el perdón
que me pides en nombre de Jesucristo≫. Y
dicho esto, después de abrazarle, deja que prosiga su camino.
En sentido contrario siguió
Juan el suyo hasta llegar a las alturas de la orilla izquierda
del Arno, desde donde se divisa el bello panorama de Florencia. Dirigiese a
ella, mas, al pasar junto a la iglesia de San Miniato, entro para desahogarse y
calmar la honda emoción del pasado trance. Se puso a rezar delante de un Santo
Cristo, cuando ve con asombro que la imagen del Crucificado inclina dulcemente
hacia el la cabeza coronada de espinas, como aprobando el generoso acto de
clemencia de poco ha, y siente en su interior que Dios le perdona los pecados
en pago de haber el perdonado a su enemigo. Fue aquel un toque de gracia para
el alma de Gualberto.
SU MUERTE
Sus austerísimas
penitencias y los grandes trabajos que padeció en el Servicio de Dios y
para el bien del prójimo, minaron la salud del Santo en tales términos, que al
fin hubo de rendirse al peso de gravísima enfermedad,
precursora de una muerte próxima.
Así lo entendió
nuestro bienaventurado, y atento a la salvación de su
alma, y a la santificación
de los religiosos cuya dirección le había sido confiada, se preparo a
comparecer ante el Juez Supremo con la fervorosa recepción de los últimos
Sacramentos. Congrego luego, al pie de su lecho, a sus hermanos en religión y
los exhorto a perseverar en la santa vida que habían abrazado. Les hizo prometer
que observarían puntualmente la regla de San Benito, y la perfecta caridad
fraterna.
Cumplidos estos
deberes se entregó por completo a la piadosa tarea de auxiliarse a si
propio a bien morir con repetidos actos de fe, esperanza y caridad. Y con el
nombre dulcísimo de Jesús en los labios, exhalo el último suspiro, en
Passignano, el día 12 de julio del año 1073, a los veintidós de haber fundado
la Congregación de Vallumbrosa. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia del
convento.
Grande fue el duelo
de todos sus religiosos y de cuantas personas tuvieron la dicha de
tratarle, al contemplar los inanimados restos del siervo de Dios, que tanto
bien había sembrado dondequiera pasara; pero esta amargura se troco muy pronto
en inefable jubilo ante los milagros que Dios obraba junto al sepulcro del
Santo, y que, al confirmar su santidad, ofrecían una sólida garantía de la
eficacia de su intercesión.
Dichos prodigios
movieron a sus religiosos y a gran número de seglares muy calificados, a pedir
que se abriera el proceso de su canonización, que, previos los tramites canónicos,
fue solemnemente proclamada el 6 de octubre de 1193 por el papa Celestino III
; Inocencio XI elevo la fiesta a rito doble el 18 de enero de 1680.
Buena parte de las
reliquias de San Juan Gualberto se conservan en Passignano; uno de
los brazos, en Vallumbrosa; una mandíbula y el Santo Cristo
milagroso de San Miniato, en la iglesia de la Santísima Trinidad de Florencia.
El Pontífice romano que
primero llevó el nombre de Pío —apelativo que en el correr de los siglos de la
era cristiana varios Papas habían de ilustrar con su santidad y con su
ciencia—fue sucesor de San Higinio en la cátedra apostólica. Su pontificado se
intercala en la primera mitad del siglo II, en el reinado de Antonino Pío
(138-161).
RESEÑA DEL «LIBER
PONTIFICALIS»
Parece que San Pío nació en
Aquileya, en el noreste de Italia, a orillas del Adriático, ciudad considerada
entonces como una segunda Roma y llave de Italia, a causa de su situación en la
ruta de las Galias a Oriente.
San Pío, hijo de un tal
Rufino, tenía un hermano llamado Pastor.
LA IGLESIA EN LA ÉPOCA DÉ
SAN PÍO I
El emperadorAntonino Pío era ya de edad madura cuando
sucedió a Adriano. Ningún emperador romano goza de tan buena fama como él en la
Historia, y se la merece por sus cualidades y dotes de gobierno. Fue varón
religioso, de costumbres austeras, sin ambición, amparador de la gente humilde,
amable y, a la vez firme y justo en el ejercicio del poder. Su reinado fue una
época de tranquilidad para el imperio y para la Iglesia.
Por otra parte Pío I decretó
que los que procedían directamente del judaísmo y no de una secta cristiana
judaizante, se bautizaran. Esa disposición era motivada, ya que los judíos,
habiendo dado siempre culto al Dios verdadero y siendo herederos de las
promesas hechas a Abrahán, podían figurarse que se hallaban en mejor condición
que los paganos y que, por derecho propio de la Sinagoga, podían pasar sin más
requisitos a la Iglesia.
El Papa declaró, pues, que
el bautismo era tan necesario a los judíos como a los gentiles, para entrar en
el seno de la Iglesia y para vivir dentro de la fe cristiana.
MUERTE DE SAN PÍO I
Según la cronología
comúnmente adoptada en nuestros días, murió este Papa en 155. En cinco
ordenaciones de diciembre había creado dieciocho sacerdotes, veintiún diáconos
y doce obispos para diversos países, como consta en el Líber pontificalis.
No hay documento alguno que
precise su género de muerte. No obstante, algunos documentos hagiográficos
afirman que este pontífice tuvo la gloria de derramar su sangre por la fe en
circunstancias hasta ahora desconocidas. El Breviario romano considera a San
Pío I como mártir, y la Iglesia rezaba el oficio de los mártires el día de su
fiesta, 11 de julio, en que habría sido sacrificado imperando aún Antonino Pío.
Su cuerpo fue depositado en
Roma al lado de la tumba de San Pedro.
Parte de sus reliquias
fueron trasladadas más tarde a la iglesia de Santa Pudenciana. Se veneran
algunas de ellas en Bolonia, en algunas iglesias de la diócesis de Amiens y en
otros varios lugares.
Corría el año 162 de la era
cristiana. Imperaba en Roma Marco Aurelio, hijo adoptivo del viejo emperador
Antonino Pío. Este príncipe, que se las echaba de filósofo, era sumamente
supersticioso respecto de los dioses del paganismo, y, a pesar de la segunda
apología de San Justino en favor de los cristianos, inició una nueva era de persecución
en la que los hijos de Santa Felicidad y esta misma heroica madre, fueron de
las primeras víctimas sacrificadas por la fe.
UNA MADRE ADMIRABLE
Pertenecía Santa Felicidad a
una de las más ilustres familias romanas, quizá a la patricia Claudia. Del que
fue su marido no nos quedan otros datos que los referentes a su muerte,
acaecida en el año 160, aunque parece muy verosímil que fuera también
cristiano, ya que permitió a su esposa el libre ejercicio de la religión a más
de consentir en que se criasen en la fe y santo temor de Dios los siete hijos
que el Cielo les había dado. Fueron éstos: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano,
Alejandro, Vidal y Marcial; modelo, cada uno de ellos, de cristianas y heroicas
virtudes en su corta vida y en la difícil prueba del martirio.
Cuando hubo muerto su
esposo, se persuadió Felicidad de que el Señor había disuelto el vínculo
matrimonial para, en adelante, ocupar Él solo todo su corazón. Hizo, pues, voto
de no pasar a segundas nupcias, por parecerle el estado de viudez muy propio
para santificarse; renunció a las galas, fausto y profanidad, y se dedicó a
copiar perfectamente el retrato que de la viuda cristiana hace San Pablo. Desde
luego, encontró grandes atractivos en la soledad y en el retiro. Pasaba gran
parte del día y de la noche en sus devociones, pero como sabía muy bien que el
primero de sus deberes era la educación de los hijos y el gobierno de la
familia, a ello se aplicó principalmente y con todo el fervor de su alma.
Hablaba a sus hijos de la
brevedad, vanidad e inconstancia de los bienes caducos y perecederos de este
mundo, y de la gloria perdurable que gozan los bienaventurados en el cielo. « ¡Qué
dichosos seríais, hijos míos —les decía muchas veces después de contarles lo
que tantos ilustres mártires padecían—, qué dichosos seríais vosotros, y qué
afortunada madre sería yo si algún día os viese derramar vuestra sangre por
Jesucristo!»
«Yo —decía Jenaro— soy el
mayor de todos, y por mayor tengo derecho a dar mi sangre por la fe antes que
otro alguno—.
Aunque nosotros seamos los
más pequeños —replicaban Vidal y Marcial— tenemos también ese derecho; y si el
tirano quisiera perdonarnos por más niños, levantaríamos tanto el grito
proclamando nuestra fe, que le habríamos de obligar a no negarnos la corona del
martirio—. Y los demás —decía otro— ¿piensas que habríamos de estar mudos?
También tenemos lengua, y también sabríamos gritar de manera que nos oyesen—.
La virtuosísima señora escuchaba con indecible gusto este piadoso desafío de
sus hijos, y pedía sin cesar al Señor que se dignase escogerlos para Sí. Muy
pronto se corrió la fama de aquellos cambios.
Se Sobresaltaron los
sacerdotes de los ídolos al ver la creciente influencia de aquella santa mujer,
e hicieron llegar sus quejas al emperador, el cual puso la causa en manos de Publio,
prefecto de Roma.
Ese desconocido Publio que
citó a Santa Felicidad a su tribunal, fue Salvio Juliano, el famoso
jurisconsulto redactor del edicto perpetuo.
Antes de proceder de acuerdo
con los formulismos legales en práctica, quiso Publio tentar privadamente los
medios persuasivos. A este fin, llamó a su presencia a la santa madre y le
expuso la necesidad en que ella estaba de atender a su propio prestigio ante la
sociedad romana y de velar por el futuro de sus hijos. El magistrado, que en un
principio la tratara con exquisitas deferencias y amabilidad, hubo de
comprender muy pronto que perdía el tiempo con tales razones, y la amonestó
severamente.
Tampoco esta vez halló eco
en aquella alma bien templada. La amenazó entonces con gravísimos castigos, pero,
en vista de su nuevo fracaso, determinó proceder contra ella judicialmente,
quizá con la esperanza de impresionarla.
ANTE EL PREFECTO DE ROMA
Al día siguiente, hubieron
de comparecer Felicidad y sus hijos ante el mismo Publio en su tribunal del
foro de Augusto, llamado posteriormente foro de Marte. El funcionario imperial
trata de inducir a la madre a que convenza a los siete jóvenes de la necesidad
en que están de ofrecer sacrificios a los ídolos. En lugar de acceder a los
requerimientos del prefecto, Felicidad se dirige a ellos para disponerlos a la
lucha por su fe y aun a la muerte. Y así les dijo:
— ¡Mirad al cielo, hijos
míos! Alzad los ojos a lo alto, pues allí os está aguardando Jesucristo con sus
Santos. Combatid todos valerosamente por la salvación de vuestras almas y
mostraos fieles al amor de Dios.
Irritado por aquella
valerosa actitud que él toma por afrenta, ordena Publio que abofeteen a la
intrépida madre y que la saquen del pretorio.
A esto siguió la
comparecencia de los siete hermanos. Uno a uno: acaso así resultaría más fácil
vencerlos. El primero en presentarse fue Jenaro.
Publio le promete cuantiosos
bienes si consiente en sacrificar a los ídolos, y le amenaza con azotes si
rehúsa. El joven le contesta con firmeza:
—Lo que me propones es una
insensatez, y yo me guío sólo por la sabiduría de Dios, el cual me dará la
victoria contra tu impiedad.
El prefecto ordena que le
azoten con varas y que, ensangrentado, lo encierren en un calabozo, a fin de
que piense con calma en su actitud
definitiva.
Manda comparecer al segundo,
Félix, y le exhorta a ser más cuerdo que su hermano si no quiere un castigo
semejante.
—No hay más que un Dios,
dice Félix, y es el que nosotros adoramos, y a quien rendimos el amor de
nuestros corazones. No pienses arrebatarnos el amor de Jesucristo; no lo
lograrán ni tus insinuaciones ni tus tormentos.
El juez lo manda a la
cárcel; comprende que haría lamentable papel frente a semejante decisión.
Dirigiéndose al tercero, llamado Felipe, le dice:
—Nuestros invencibles emperadores
te ordenan que, como buen romano, sacrifiques a los dioses omnipotentes.
—Pero, ¡ si no son dioses!
—responde el joven— ; ¡ si no tienen poder alguno; ni son más que míseros e
insensibles simulacros! Ten presente, señor, que quienes les ofrezcan sacrificios
han de ser castigados con tormentos eternos. Por lo menos no nos quieras
pervertir a nosotros.
Publio da señales de
impaciencia y Felipe es conducido a la cárcel.
Se presenta al prefecto el
cuarto, Silvano.
—Veo —le dice el magistrado—
que os habéis entendido todos con vuestra madre para menospreciar las órdenes
de los emperadores. Bueno está, pero tened presente que seréis todos condenados
a muerte.
—Si retrocediésemos ante el
suplicio de un momento —replica el muchacho con calma— nos expondríamos a
castigos sin fin. Pero porque sabemos con toda certidumbre qué recompensas
aguardan a los justos y qué tormentos a los pecadores, despreciamos vuestras
amenazas y despreciamos vuestros ídolos; y en cambio servimos al Señor
omnipotente que nos dará la vida eterna y para quien reservamos todo nuestro
amor.
El juez ahora se dirige a
Alejandro.
Le apura despachar de una
vez aquel ingrato pleito.
—Supongo —le dice— que
querrás salvar la vida y gozar tu juventud; pero sólo podrás conseguirlo si
obedeces a nuestro emperador. No es difícil, basta con que adores a los dioses;
si así lo haces, nuestros Augustos te colmarán de regalos y volverás a tu paz
completamente libre.
—Siervo soy de Jesucristo,
—le responde Alejandro—. Ahora, como siempre, reconozco y confieso su
divinidad; y mi corazón que sólo ha sido para Él, seguirá amándole por toda la
eternidad. Y en esto, Publio, de adorar al único Dios verdadero, puedes ver
cuánto más vale la sabiduría de un jovenzuelo que toda la experiencia de los
ancianos que se esclavizan de las falsas divinidades. Tiempo tendrás de
convencerte cuando veas cómo se aniquilan, junto con esos dioses, los que hoy
los adoran.
Toca el turno a Vidal, es el
penúltimo. El prefecto, ya harto impaciente, aunque sin albergar mayores
esperanzas, se atreve a insinuarle:
—Tú, por lo menos, tendrás
ansias de gozar, y no ganas de exponer tu vida como acaban de exponerla por
puro capricho tus hermanos.
—Y ¿quién es más razonable
entre los que desean vivir —responde el
niño—, el que busca la
protección de Dios o el que busca el favor del
demonio?
—¿Quién es el demonio?
—pregunta Publio, sorprendido.
—Demonios son los dioses de
los paganos —replica Vidal.
Cuando Nuestro Señor predijo
a sus discípulos las persecuciones que habrían de sufrir en el mundo por su
causa, les recomendó que no se inquietasen acerca de lo que habrían de
responder ante los tribunales. «El Espíritu Santo —les dijo— os inspirará lo
que hayáis de decir». Esta promesa acaba de realizarse de un modo sorprendente
ante el prefecto.
¿Cuándo se había visto, en
efecto, a un grupo de muchachos, amenazados con suplicios y la muerte misma,
responder con tanta calma, cordura e intrepidez?
Faltaba el séptimo, el niño
Marcial. Imaginó Publio que también con él fracasaría en su intento. En efecto,
Marcial fue digno de sus hermanos y de su madre.
—Vais a morir todos —le
anuncia el juez—, y por culpa vuestra. ¿Por qué en vez de obedecer a las
órdenes de los emperadores os empeñáis en perder la vida negando el culto que
debéis a los dioses?
— ¡Oh, sí supierais —dice
con aire de majestad el tierno niño—, si supierais las penas reservadas a los
adoradores de los ídolos! Dios, usando de paciencia, no quiere aún lanzar sobre
vosotros los rayos de su indignación; pero día vendrá en que todos los que no reconozcan
a Jesucristo por verdadero Dios, serán arrojados a las llamas eternas, donde no
existe redención.
El juez, que se siente
fracasado ante la intrepidez de aquellos decididos jóvenes, ordena que lleven a
Marcial a la cárcel e inmediatamente envía a los emperadores el acta del
interrogatorio para que ellos dispongan.
E l ÚLTIMO COMBATE
Poco se hizo aguardar la
respuesta imperial. Marco Aurelio condenó a muerte a toda la familia. Mas, a
fin de evitar en aquel momento un escándalo demasiado grande y para que no
pesara toda la responsabilidad de la horrible tragedia sobre el prefecto, las
causas de los condenados fueron sometidas a varios jueces subalternos, los
cuales habían de aplicar la pena en diferentes formas a los intrépidos
confesores.
Jenaro, el mayor de los
siete, fue azotado con cuerdas armadas de
bolas de plomo. Se prolongó
el cruel suplicio hasta que la inocente víctima exhaló el postrer aliento.
Félix y Felipe murieron apaleados, a Silvano lo arrojaron de lo alto de una
roca; los tres últimos fueron decapitados.
Esto acaecía el 10 de julio,
día en que se celebra su fiesta.
Felicidad, ya siete veces
mártir con la muerte de cada uno de sus hijos, fue degollada el 23 de noviembre
siguiente, en que la tiene inscrita el Martirologio. No sirvió aquella espera
para vencer a la valerosa madre.
SEPULTURA. — CULTO
El breviario de Osnabruk,
publicado en 1516, pone el 10 de agosto el oficio en que se canta la gloria de
Santa Felicidad y sus siete hijos.
» ELOGIO DE LOS SIETE
HERMANOS
El monasterio benedictino de
Ottobeuern, en la diócesis de Augsburgo, veneraba a los siete hermanos mártires
como patronos especiales desde que el cuerpo de San Alejandro fue llevado al
citado monasterio.
En 1919, mientras el mundo se
reponía de los horrores de la Gran Guerra, en Colombia reinaba un ambiente de
paz y de moderado crecimiento económico luego del azaroso siglo XIX con su
seguidilla de guerras civiles y de confrontaciones partidistas. Era presidente
Marco Fidel Suárez y la República conservadora parecía ofrecer la estabilidad
necesaria para terminar de sanar las secuelas dejadas por la cruenta guerra de
los mil días.
La nación
celebraba un siglo de independencia, oportunidad inigualable para proceder a
coronar el lienzo de la Virgen de Chiquinquirá como así ocurrió el 9 de julio,acontecimiento que
congregó en la plaza de Bolívar una gran multitud liderada por el presidente
poeta con su gabinete, quien para la ocasión recitó un hermosa pieza oratoria.
Además, hubo verbenas populares, juegos pirotécnicos desde las montañas
tutelares y se inauguró el alumbrado eléctrico de la capital que, con apenas
200.000 habitantes, se asomaba tímidamente al siglo XX.
Y no era para menos. El lienzo con la
imagen de la Virgen del Rosario y a los flancos san Antonio de Padua y san
Andrés apóstol había sido protagonista de primera línea de los tres largos
siglos de periodo colonial. Pintada por encargo en Tunja en 1567
por uno que no era pintor y que tampoco contaba con los materiales debidos,
presidió discretamente por años el oratorio privado de don Antonio de Santana
en su hacienda Aposentos en Suta, hasta que la muerte de su dueño, las malas
condiciones de la capilla pajiza y el traslado de la viuda de Santana a otra
encomienda hicieron que la pintura cayera en el más absoluto abandono.
Por razones que no son de todo claras volvemos a encontrar el cuadro raído y
sucio en Chiquinquirá, antiguo centro ceremonial indígena que significa tierra
de nieblas y de pantanos; esta vez en manos de María Ramos, migrante española y
pariente cercana de doña Catalina, la que fuera mujer del encomendero Santana.
María Ramos, mujer piadosa y humilde se había venido desde Andalucía en busca de
su marido, pero al encontrarlo amancebado con otro se retiró a Chiquinquirá a
pasar su pena, protegida por su parienta.
El 26 de diciembre de 1586, los
ruegos y súplicas de esta mujer que oraba al cielo pidiendo ver claramente los
rasgos desfigurados por las inclemencias del tiempo y del clima, de la Virgen
fueron escuchados.
En efecto a
media mañana y mientras ella se retiraba del modesto recinto donde cada mañana
rezaba delante del lienzo, la indígena Isabel y su hijito Miguel que pasaban
por la puerta de la capilla, vieron con sorpresa que el lugar se iluminaba y
que el cuadro despedía rayos de luz de sobrenatural belleza. El fenómeno duró un
rato y muchos otros pudieron contemplarlo y de hecho se repitió otras veces a
lo largo de los siglos.
Vale la pena destacar que el proceso
verbal para legitimar la veracidad del acontecimiento se inició quince días
después del prodigio por jueces y escribanos enviados por el arzobispo desde
Santafé y, desde entonces Chiquinquirá se convirtió en sitio de peregrinación
de decenas de indígenas y españoles del altiplano andino. Sumado a eso, la
imagen fue llevada varias veces a Tunja y a la capital a paliar pestes y
calamidades que eran frecuentes por aquellos tiempos.
En enero de 1815 el tribuno del pueblo José Acevedo y Gómez recibió de parte de
los custodios de la Virgen, el tesoro en oro y piedras preciosas, que durante
siglos había sido guardado, para costear la independencia.
Un año
después el general Serviez al servicio de la causa libertadora sustrajo el cuadro
y se lo llevó a los Llanos para encender los ánimos de la soldadesca
aterrorizada por la represión que el pacificador Morillo venía haciendo desde
Cartagena.
El lienzo de la celestial señora fue
rescatado en Cáqueza y devuelto con singular despliegue a su santuario y allí
fue a visitarlo el Libertador, apenas terminadas las guerras de independencia,
para agradecer el obsequio y seguramente a desahogar su alma, atormentada por
las traiciones y vicisitudes; en el azaroso comienzo de esta familia de naciones.
Estos y muchos otros motivos ameritan celebrar con entusiasmo el centenario de
la apoteosis mariana. Los cristianos católicos con piedad y devoción para con
la Madre de Dios, todos los
colombianos por un ícono -tal vez el único que se conserva- de esa larga y
accidentada historia que, si no conocemos y recuperamos, no vamos a ser capaces
de construir de una vez por todas ese modelo de país incluyente y solidario en
el que quepamos todos.
Fray Carlos Mario Alzate Montes
Rector del Santuario Mariano Nacional
Zaragoza, la Inmortal, la de
los Innumerables Mártires, Pilar de nuestra raza y Columna de nuestra fe, fue
la ciudad donde vio Isabel la luz primera. Andando el tiempo, había de ceñir
sus sienes con la diadema real y merecer más tarde el honor de los altares por la
santidad de su vida. Nació Isabel en el castillo de la Aljafería, de la capital
aragonesa, corriendo el año del Señor 1271. Fue hija de Pedro, primogénito del
rey de Aragón, don Jaime I, y de Constanza, hija de Manfredo, rey de Sicilia, y
nieta, por línea materna, del emperador de Alemania Federico II. Por parte de
su madre, sobrina segunda de Santa Isabel de Hungría, cuyo nombre se le dio en
el bautismo.
REINA DE PORTUGAL
La joven Isabel, que sentía
gran atractivo por la virginidad, no hubiera aceptado esposo alguno terrenal,
pero una luz particular le manifestó que por razón de estado debía sacrificarse
y acatar el deseo de sus padres.
La alianza con el valeroso
rey de Aragón, llamado el Grande a pesar de su corto reinado, era muy
solicitada. El emperador de Oriente, y los reyes de Francia, Inglaterra y
Portugal, habían pedido la mano de Isabel. Para evitarse la pena que les
produciría el alejamiento de su hija, buscaron los padres al rey más próximo,
y, con este fin enviaron embajadores a Dionisio, rey de Portugal, para
anunciarle que aceptaban su petición.
TERRIBLES PRUEBAS — UN RASGO
DE JUSTICIA DIVINA
Tras de algunos años de
dicha conyugal perfecta, el rey se dejó llevar de culpables pasiones. La
desdichada reina soportó aquella pesadísima cruz con tan heroica paciencia, que
jamás se le escapó ni la más ligera queja ni la más mínima señal de disgusto o
resentiminto. Menos ofendida de sus agravios y del abandono en que se veía, que
de las ofensas hechas a la majestad de Dios, se contentaba con clamar en
secreto al Señor por la conversión del rey, pidiéndosela sin cesar con
oraciones, lágrimas y limosnas. Al fin la paciencia y mansedumbre de la reina
conmovieron el corazón del rey, el cual volvió a la práctica de sus deberes
religiosos e hizo penitencia por sus pasados extravíos con sincerísimo
arrepentimiento.
SANTA ISABEL RESTABLECE LA
PAZ
Alfonso, príncipe heredero
de Portugal, deseoso de figurar en el campo de la política, intentó, en 1322,
apoderarse por sorpresa de Lisboa.
El rey conocedor de estos
planes, quiso evitar la guerra y no encontró más expeditivo remedio que hacer
prisionero al rebelde.
Isabel, luchando entre su
amor de esposa y su amor de madre, trató de reconciliar al padre con el hijo,
luego, para que no hubiera efusión de sangre, advirtió a su hijo Alfonso el
peligro que corría. Algunas personas mal intencionadas la acusaron de ser
partidaria del príncipe, y el rey, demasiadamente crédulo, echó a la reina del
palacio de Santarem, donde él estaba, la privó de todas sus rentas y la
desterró a la villa de Alenquer. En tan crítica circunstancia, muchos señores
ofrecieron sus servicios a la reina, pero ella lo rehusó todo, alegando que la
primera obligación que a todos cabía era la de condescender con los deseos del
rey.
La santa reina de Portugal
visita a los pobres enfermos y cúralos con sus propias manos sin asco ni
pesadumbre. Les lava los pies, aunque tengan enfermedades enojosas, y con gran
devoción se los besa.
Todo le parece poco,
sabiendo que Dios es digno de infinito amor y servicio.
El joven príncipe, so
pretexto de defender a su madre, pidió socorros a Castilla y Aragón, mientras
Dionisio preparaba un gran ejército. Ante
tales extremos, marchándose
la reina de Alenquer, no obstante la prohibición del rey, y fue a Coímbra a
echarse a los pies de su esposo, el cual la recibió con bondad y consintió que
se interpusiera cerca de su hijo. Apresuradamente fue Isabel a Pombal, donde el
príncipe se hallaba al frente de las tropas rebeldes, le ofreció el perdón
paterno, y se restableció nuevamente la paz.
PIEDAD Y VIRTUD DE NUESTRA
SANTA. — SUS MILAGROS
La virtuosa reina comenzaba
el día con un acto de piedad que tenía lugar en la capilla de palacio. Allí
rezaba Maitines y Laudes, y oía luego la santa Misa. Tenía en alto grado el don
de lágrimas y era su anhelo sufrir por Nuestro Señor. Durante la cuaresma
practicaba ayunos rigurosos y llevaba debajo de sus vestidos ásperos cilicios.
Los viernes, con licencia del rey, daba de comer en sus habitaciones
particulares a doce pobres, los servía ella misma, y les daba vestidos, calzado
y dinero.
Una noche, durante el sueño,
Isabel recibió inspiración del Espíritu Santo, para edificar un templo en su
honor. Muy de madrugada, hizo la piadosa reina ofrecer el santo Sacrificio, y
rogó al Señor que le manifestase claramente su voluntad. Una vez conocida ésta,
mandó algunos arquitectos al sitio que le parecía más conveniente para la
construcción proyectada, pero volvieron para comunicarle que los cimientos ya
estaban trazados y que se podía empezar inmediatamente la construcción. Fue
cosa muy sorprendente, pues la víspera no había absolutamente nada. El rey ordenó
una indagación e hizo levantar acta acerca de este hecho maravilloso; cuando la
reina llegó al lugar para cerciorarse de lo sucedido, tuvo un prolongado
éxtasis, del que fueron muchos testigos.
Poco tiempo después, yendo
Isabel a visitar los trabajos, encontró a una muchacha que llevaba un ramo. Se
lo Pidió y repartió las flores a los obreros, éstos después de agradecer el
delicado obsequio, las dejaron en lugar seguro, más al ir a recogerlas después
del trabajo, vieron que se habían convertido en doblones. La construcción de la
iglesia y las fiestas solemnes de su inauguración fueron señaladas con multitud
de maravillas.
Junto al parque de Alenquer
corría un río en cuyas aguas la reina lavaba la ropa de los enfermos del
hospital. Dice la historia que al contacto con sus manos, estas aguas
adquirieron propiedades maravillosas con las cuales muchos enfermos recobraron
la salud y otros mejoraron de sus dolencias.
MUERTE DEL REY
El rey se agravó de tal
manera, que se le tuvieron que administrar los últimos sacramentos.
La reina, que no le abandonó
un momento, lo cuidó con admirable solicitud y logró que se entregara
completamente en las manos de Dios. Murió el rey piadosamente el 7 de enero de
1325.
Isabel se retiró a sus
habitaciones para dar desahogo a su dolor; se despojó de los vestidos reales, y
se puso el pobre hábito de clarisa. Desde aquel día hasta el de los funerales,
que tuvieron lugar en Odinellas, hizo celebrar muchas misas y rezar muchas
oraciones por el eterno descanso del alma de su marido, y se dio personalmente
extraordinarias penitencias.
SU MUERTE. — PRODIGIOS QUE
LA SIGUIERON
Después de mucho tiempo, se
enfermó y los médicos, que habían sido llamados con grande urgencia,
encontraron muy débil el pulso de la enferma. En cuanto salieron de la habitación,
quiso la reina levantarse del lecho; pero, apenas descansó los pies en el
suelo, cayó desvanecida. Vuelta en sí, rezó el Credo y una plegaria a la
Virgen, besó el Crucifijo y se durmió en la paz del Señor. Era el 4 de julio de
1336, tenía a la sazón sesenta y cinco años.
En su testamento, Isabel
legaba todos sus bienes al monasterio de Santa Clara de Coímbra, en el cual
pedía que se la enterrase, aunque con expresa prohibición de que embalsamasen
su cadáver. A causa de los calores se temió la rápida descomposición, lo que
originó algunas dudas respecto a dicho mandato, sin embargo, por no quebrantar
el último deseo de la reina, su cuerpo, revestido con el hábito de Santa Clara
y envuelto en una sábana, fue depositado en un sencillísimo ataúd de madera.
Junto a su tumba se
multiplicaron los. milagros. En el proceso de su beatificación, se reconoció la
curación de seis moribundos, cinco paralíticos, dos leprosos y un loco. Isabel
fue beatificada por León X en 1516.
El 26 de marzo de 1612, al
ser abierta su sepultura, se observó que su cuerpo incorrupto exhalaba
exquisito perfume. Fue canonizada por Su Santidad Urbano VIII el día 25 de mayo
del año 1625.
Muchas ciudades la han
escogido por Patrona: Zaragoza donde nació, Estremoz donde murió, Coímbra donde
vivió como humilde terciaria de San Francisco, y la nación portuguesa en que
había brillado como reina y como santa.