lunes, 13 de julio de 2020

San Eugenio Obispo de Cartago, y sus quinientos compañeros mártires (t hacia 505)

DÍA 13 DE JULIO

Por la muerte del obispo San Deogracias, acaecida en 457, la Iglesia de Cartago quedo huérfana de Pastor durante más de cinco lustros.

En la mencionada fecha —segunda mitad del siglo v— el África del Norte, que como posesión romana por espacio de seis siglos, se había entregado por completo a los placeres de la vida, según testimonio de Silviano estaba en poder de los vándalos. Estos barbaros, bajados como torrente del norte de las Galias y a través de España, cruzaron el estrecho de Gibraltar en 429 y fueron a sembrar inmensas ruinas en aquellas comarcas norteafricanas.

Su rey Genserico, cuyo fanatismo arriano corría parejas con su crueldad y su odio contra el catolicismo, se apodero de Cartago en 439. Además de inundar el África con sangre de mártires, intento dar el último golpe a la religión ortodoxa prohibiendo bajo pena de muerte la ordenación de nuevos obispos, a fin de interrumpir la perpetuidad de la jerarquía eclesiástica e impedir la sucesión del episcopado. Sin embargo, en 476, un mes antes de su muerte, permitió Genserico que fuesen abiertos de nuevo los templos y que volviesen los obispos desterrados.

MUERTE DE NUESTRO SANTO

Tras breve intervalo de paz, Trasamundo, sucesor de Gombod en 496, renovó la persecución contra los católicos. No adopto contra sus súbditos ortodoxos el sistema de violencias públicas ni de suplicios barbaros, ni de sangrientas ejecuciones. Trasamundo buscaba seducir a los católicos con promesas de cargos, dignidades, dinero o favores. Pero ni las seducciones ni las persecuciones corrompen la fe, antes bien, la purifican; y los artificios de aquel tirano resultaron tan impotentes como el rigor de las anteriores persecuciones para los fieles de Cartago. Despechado el rey vándalo, mando prender al santo Obispo, mas como no pudiese reducir su constancia con la amenaza de los suplicios, lo deporto, probablemente a Cerdeña, según carta del papa San Simaco dirigida a los deportados que en aquella isla sufrían por la causa de la fe.

Es también posible que fuese desterrado a Corcega, de lo cual hay tradición y de allí pasaría a Italia y, siguiendo la vía romana de la Galia, llegaría hasta Albi, para establecerse junto a la tumba de San Amaranto cuando pacíficamente reinaba Alarico II al sur de aquel hospitalario país.  Vio el fin de sus días, el valiente atleta de la fe, el 13 de julio de 505. Fue sepultado en el monasterio por el fundado cerca de la mencionada ciudad y su nombre se hizo pronto celebre por los milagros obrados gracias a su intercesión y poderosísimo valimiento.

De San Eugenio han llegado hasta nosotros los siguientes tratados.

Exhortación a los fieles de Cartago; Exposición de la fe católica; Apología de la fe y fragmentos de la Discusión con los arrianos.

En 1404, Luis de Amboise, obispo de Albi, traslado a la catedral las reliquias del santo obispo de Cartago y las de San Amaranto honrara también aquella tierra vertiendo su sangre por Cristo.

MÁS DE QUINIENTOS MARTIRES

La figura de San Eugenio es representativa de la Iglesia de Cartago en aquellos días de gran tribulación. Como sol que centra sobre si un sistema, el piadosísimo obispo supo conducir con celo pastoral aquella grey que hacia frente a los embates del infierno. Nunca es más peligrosa la persecución que cuando tiende a disgregar el cuerpo perseguido. Máxime si, para lograrlo, se acude a la fácil tentación del halago y a las promesas de un premio apetecido. Pero también entonces es más abundante la ayuda del cielo. Y en nuestro caso la obra de los enemigos solo sirvió para apretar más y más aquellos fervorosos cristianos en torno a su jefe.

Por eso nuestra Santa Madre la Iglesia al conmemorar en su martirologio la fiesta de San Eugenio, junta en el recuerdo a todo el clero de aquella Iglesia, que se componía de más de quinientas personas. Todos sufrieron persecución por haber permanecido fieles a las enseñanzas cristianas. Durante la persecución de los vándalos, en el reinado de Hunerico, rey arriano. Padecieron hambre y azotes. Entre ellos había muchos niños lectores y cantores que también sufrieron con alegría las penas del destierro. Los más celebres fueron el insigne arcediano Salutario, y Muritas, ministro coadjutor de aquella Iglesia, los cuales habiendo sido atormentados tres veces, y confesando otras tantas la fe católica, alcanzaron el glorioso título de confesores de Jesucristo.


SANTORAL:

·         Santa Clelia Barbieri

·         San Esdras

·         San José Wang Guiji

·         Santa Miropa de Chíos

·         Santa Sara, abadesa

·         San Silas

·         San Turiavo

·         Beato Fernando María Baccilieri

·         Beato Jacobo de Varazze

Beato Tomás Tunsta

domingo, 12 de julio de 2020

San Juan Gualberto fundador de los benedictinos de Vallumbrosa (957-1073)

DÍA 12 DE JULIO 

La regla de San Benito, redactada en 529 en la soledad del Monte Casino, e inspirada, al decir del papa San Gregorio, por el Espíritu Santo, pobló en poco tiempo el mundo de innumerables monjes, dedicados unos a la agricultura, entregados otros con ahínco a los estudios literarios y científicos, o a cantar las divinas alabanzas. Fue la regla de San Benito antorcha luminosa de la Edad Media, cuando florecían en Europa millares de monasterios, cada uno de los cuales albergaba, con frecuencia, a centenares de cenobitas. Más de quince mil religiosos diseminados por el planeta, siguen actualmente sus prescripciones. 

VIDA MUNDANA DE SAN JUAN GUALBERTO 

Vivía en Florencia a fines del siglo X una aristocrática familia. Es creencia general que Juan nació el año 995.

Un día lo marco trágicamente la muerte de su hermano Hugo, vilmente asesinado por un caballero florentino. Se aproximaba ya Juan en los treinta años. Creyó enloquecer de dolor al conocer tan alevoso crimen. El único recurso que se le ocurrió para tranquilizar su apenado corazón, fue quitarle la vida al asesino; y siguiendo la costumbre de aquella época, juró vengar a la desgraciada víctima. Pero Dios se sirvió de tan injusto afán para convertir a aquel hombre a quien llamaba, cual otro Saulo, para vaso de elección.

Efectivamente, poco después se dirigía Juan, acompañado de numerosa escolta, a Florencia. Al pasar por un estrecho sendero bordeado de altos valladares, encontrase frente a frente con el asesino de Hugo; les era imposible cruzarse sin cerrarse el paso mutuamente. Ante tal coyuntura, el corazón de Juan se estremeció de feroz alegría; inesperadamente se le presentaba la ansiada ocasión de satisfacer su venganza. Requiere espada, y se apresta a caer sobre el indefenso caballero, cuando este, sobresaltado, se postra de hinojos, y, con los brazos en cruz, pide perdón y clemencia en nombre de Jesús crucificado. Era el día de Viernes Santo, y Juan no pudo menos de recordar la sangrienta escena del Calvario y las palabras del Padrenuestro: Perdónanos... como nosotros perdonamos

a nuestros deudores. Le Parece ver a Jesús en la persona de aquel hombre que aguarda humilde el golpe mortal, y, en vez de herirle, arroja la espada al suelo, se arrodilla a su vez y exclama: No puedo negarte el perdón que me pides en nombre de Jesucristo. Y dicho esto, después de abrazarle, deja que prosiga su camino.

En sentido contrario siguió Juan el suyo hasta llegar a las alturas de la orilla izquierda del Arno, desde donde se divisa el bello panorama de Florencia. Dirigiese a ella, mas, al pasar junto a la iglesia de San Miniato, entro para desahogarse y calmar la honda emoción del pasado trance. Se puso a rezar delante de un Santo Cristo, cuando ve con asombro que la imagen del Crucificado inclina dulcemente hacia el la cabeza coronada de espinas, como aprobando el generoso acto de clemencia de poco ha, y siente en su interior que Dios le perdona los pecados en pago de haber el perdonado a su enemigo. Fue aquel un toque de gracia para el alma de Gualberto. 

SU MUERTE

Sus austerísimas penitencias y los grandes trabajos que padeció en el Servicio de Dios y para el bien del prójimo, minaron la salud del Santo en tales términos, que al fin hubo de rendirse al peso de gravísima enfermedad, precursora de una muerte próxima. 

Así lo entendió nuestro bienaventurado, y atento a la salvación de su

alma, y a la santificación de los religiosos cuya dirección le había sido confiada, se preparo a comparecer ante el Juez Supremo con la fervorosa recepción de los últimos Sacramentos. Congrego luego, al pie de su lecho, a sus hermanos en religión y los exhorto a perseverar en la santa vida que habían abrazado. Les hizo prometer que observarían puntualmente la regla de San Benito, y la perfecta caridad fraterna.

Cumplidos estos deberes se entregó por completo a la piadosa tarea de auxiliarse a si propio a bien morir con repetidos actos de fe, esperanza y caridad. Y con el nombre dulcísimo de Jesús en los labios, exhalo el último suspiro, en Passignano, el día 12 de julio del año 1073, a los veintidós de haber fundado la Congregación de Vallumbrosa. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia del convento.

Grande fue el duelo de todos sus religiosos y de cuantas personas tuvieron la dicha de tratarle, al contemplar los inanimados restos del siervo de Dios, que tanto bien había sembrado dondequiera pasara; pero esta amargura se troco muy pronto en inefable jubilo ante los milagros que Dios obraba junto al sepulcro del Santo, y que, al confirmar su santidad, ofrecían una sólida garantía de la eficacia de su intercesión.

Dichos prodigios movieron a sus religiosos y a gran número de seglares muy calificados, a pedir que se abriera el proceso de su canonización, que, previos los tramites canónicos, fue solemnemente proclamada el 6 de octubre de 1193 por el papa Celestino III ; Inocencio XI elevo la fiesta a rito doble el 18 de enero de 1680.

Buena parte de las reliquias de San Juan Gualberto se conservan en Passignano; uno de los brazos, en Vallumbrosa; una mandíbula y el Santo Cristo milagroso de San Miniato, en la iglesia de la Santísima Trinidad de Florencia.

 

SANTORAL:

·         San Clemente Ignacio Delgado Cebrián

·         San Félix de Milan

·         San Fortunato y Hermágoras de Aquileia

·         San Hilarión de Ancira

·         San Juan Jones

·         San Nabor de Milán

·         San Paterniano de Fano

·         San Pedro Khanh

·         San Proclo de Ancira

·         San Vivenciolo de Lyon

·         Beato Matías Araki y siete compañeros


sábado, 11 de julio de 2020

San pío I Papa y mártir (t hacia 155)

DÍA 11 DE JULIO

El Pontífice romano que primero llevó el nombre de Pío —apelativo que en el correr de los siglos de la era cristiana varios Papas habían de ilustrar con su santidad y con su ciencia—fue sucesor de San Higinio en la cátedra apostólica. Su pontificado se intercala en la primera mitad del siglo II, en el reinado de Antonino Pío (138-161).

RESEÑA DEL «LIBER PONTIFICALIS»

Parece que San Pío nació en Aquileya, en el noreste de Italia, a orillas del Adriático, ciudad considerada entonces como una segunda Roma y llave de Italia, a causa de su situación en la ruta de las Galias a Oriente.

San Pío, hijo de un tal Rufino, tenía un hermano llamado Pastor.

LA IGLESIA EN LA ÉPOCA DÉ SAN PÍO I

El emperador  Antonino Pío era ya de edad madura cuando sucedió a Adriano. Ningún emperador romano goza de tan buena fama como él en la Historia, y se la merece por sus cualidades y dotes de gobierno. Fue varón religioso, de costumbres austeras, sin ambición, amparador de la gente humilde, amable y, a la vez firme y justo en el ejercicio del poder. Su reinado fue una época de tranquilidad para el imperio y para la Iglesia.

Por otra parte Pío I decretó que los que procedían directamente del judaísmo y no de una secta cristiana judaizante, se bautizaran. Esa disposición era motivada, ya que los judíos, habiendo dado siempre culto al Dios verdadero y siendo herederos de las promesas hechas a Abrahán, podían figurarse que se hallaban en mejor condición que los paganos y que, por derecho propio de la Sinagoga, podían pasar sin más requisitos a la Iglesia.

El Papa declaró, pues, que el bautismo era tan necesario a los judíos como a los gentiles, para entrar en el seno de la Iglesia y para vivir dentro de la fe cristiana.

MUERTE DE SAN PÍO I

Según la cronología comúnmente adoptada en nuestros días, murió este Papa en 155. En cinco ordenaciones de diciembre había creado dieciocho sacerdotes, veintiún diáconos y doce obispos para diversos países, como consta en el Líber pontificalis.

No hay documento alguno que precise su género de muerte. No obstante, algunos documentos hagiográficos afirman que este pontífice tuvo la gloria de derramar su sangre por la fe en circunstancias hasta ahora desconocidas. El Breviario romano considera a San Pío I como mártir, y la Iglesia rezaba el oficio de los mártires el día de su fiesta, 11 de julio, en que habría sido sacrificado imperando aún Antonino Pío.

Su cuerpo fue depositado en Roma al lado de la tumba de San Pedro.

Parte de sus reliquias fueron trasladadas más tarde a la iglesia de Santa Pudenciana. Se veneran algunas de ellas en Bolonia, en algunas iglesias de la diócesis de Amiens y en otros varios lugares.


SANTORAL:

·         San Benito de Nursia

·         San Abundio de Córdoba

·         San Cindeo de Panfilia

·         San Cipriano de Brescia

·         San Drostán de Deer

·         San Hidulfo de Tréveris

·         San Leoncio de Burdeos

·         Santa Marciana de Mauritania

·         San Marciano de Iconio

·         Santa Olga de Kiev

·         San Pío I papa

·         San Plácido de Disentis

·         San Quetilo de Viborg

·         San Sabino de Brescia

·         San Sidronio de Sens

·         San Sigisberto de Disentis

 


viernes, 10 de julio de 2020

San Jenaro y sus seis hermanos Hijos de Santa Felicidad, mártires (+ 162)

DÍA 10 DE JULIO

Corría el año 162 de la era cristiana. Imperaba en Roma Marco Aurelio, hijo adoptivo del viejo emperador Antonino Pío. Este príncipe, que se las echaba de filósofo, era sumamente supersticioso respecto de los dioses del paganismo, y, a pesar de la segunda apología de San Justino en favor de los cristianos, inició una nueva era de persecución en la que los hijos de Santa Felicidad y esta misma heroica madre, fueron de las primeras víctimas sacrificadas por la fe.

UNA MADRE ADMIRABLE

Pertenecía Santa Felicidad a una de las más ilustres familias romanas, quizá a la patricia Claudia. Del que fue su marido no nos quedan otros datos que los referentes a su muerte, acaecida en el año 160, aunque parece muy verosímil que fuera también cristiano, ya que permitió a su esposa el libre ejercicio de la religión a más de consentir en que se criasen en la fe y santo temor de Dios los siete hijos que el Cielo les había dado. Fueron éstos: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vidal y Marcial; modelo, cada uno de ellos, de cristianas y heroicas virtudes en su corta vida y en la difícil prueba del martirio.

Cuando hubo muerto su esposo, se persuadió Felicidad de que el Señor había disuelto el vínculo matrimonial para, en adelante, ocupar Él solo todo su corazón. Hizo, pues, voto de no pasar a segundas nupcias, por parecerle el estado de viudez muy propio para santificarse; renunció a las galas, fausto y profanidad, y se dedicó a copiar perfectamente el retrato que de la viuda cristiana hace San Pablo. Desde luego, encontró grandes atractivos en la soledad y en el retiro. Pasaba gran parte del día y de la noche en sus devociones, pero como sabía muy bien que el primero de sus deberes era la educación de los hijos y el gobierno de la familia, a ello se aplicó principalmente y con todo el fervor de su alma.

Hablaba a sus hijos de la brevedad, vanidad e inconstancia de los bienes caducos y perecederos de este mundo, y de la gloria perdurable que gozan los bienaventurados en el cielo. « ¡Qué dichosos seríais, hijos míos —les decía muchas veces después de contarles lo que tantos ilustres mártires padecían—, qué dichosos seríais vosotros, y qué afortunada madre sería yo si algún día os viese derramar vuestra sangre por Jesucristo!»

«Yo —decía Jenaro— soy el mayor de todos, y por mayor tengo derecho a dar mi sangre por la fe antes que otro alguno—.

Aunque nosotros seamos los más pequeños —replicaban Vidal y Marcial— tenemos también ese derecho; y si el tirano quisiera perdonarnos por más niños, levantaríamos tanto el grito proclamando nuestra fe, que le habríamos de obligar a no negarnos la corona del martirio—. Y los demás —decía otro— ¿piensas que habríamos de estar mudos? También tenemos lengua, y también sabríamos gritar de manera que nos oyesen—. La virtuosísima señora escuchaba con indecible gusto este piadoso desafío de sus hijos, y pedía sin cesar al Señor que se dignase escogerlos para Sí. Muy pronto se corrió la fama de aquellos cambios.

Se Sobresaltaron los sacerdotes de los ídolos al ver la creciente influencia de aquella santa mujer, e hicieron llegar sus quejas al emperador, el cual puso la causa en manos de Publio, prefecto de Roma.

Ese desconocido Publio que citó a Santa Felicidad a su tribunal, fue Salvio Juliano, el famoso jurisconsulto redactor del edicto perpetuo.

Antes de proceder de acuerdo con los formulismos legales en práctica, quiso Publio tentar privadamente los medios persuasivos. A este fin, llamó a su presencia a la santa madre y le expuso la necesidad en que ella estaba de atender a su propio prestigio ante la sociedad romana y de velar por el futuro de sus hijos. El magistrado, que en un principio la tratara con exquisitas deferencias y amabilidad, hubo de comprender muy pronto que perdía el tiempo con tales razones, y la amonestó severamente.

Tampoco esta vez halló eco en aquella alma bien templada. La amenazó entonces con gravísimos castigos, pero, en vista de su nuevo fracaso, determinó proceder contra ella judicialmente, quizá con la esperanza de impresionarla.

ANTE EL PREFECTO DE ROMA

Al día siguiente, hubieron de comparecer Felicidad y sus hijos ante el mismo Publio en su tribunal del foro de Augusto, llamado posteriormente foro de Marte. El funcionario imperial trata de inducir a la madre a que convenza a los siete jóvenes de la necesidad en que están de ofrecer sacrificios a los ídolos. En lugar de acceder a los requerimientos del prefecto, Felicidad se dirige a ellos para disponerlos a la lucha por su fe y aun a la muerte. Y así les dijo:

— ¡Mirad al cielo, hijos míos! Alzad los ojos a lo alto, pues allí os está aguardando Jesucristo con sus Santos. Combatid todos valerosamente por la salvación de vuestras almas y mostraos fieles al amor de Dios.

Irritado por aquella valerosa actitud que él toma por afrenta, ordena Publio que abofeteen a la intrépida madre y que la saquen del pretorio.

A esto siguió la comparecencia de los siete hermanos. Uno a uno: acaso así resultaría más fácil vencerlos. El primero en presentarse fue Jenaro.

Publio le promete cuantiosos bienes si consiente en sacrificar a los ídolos, y le amenaza con azotes si rehúsa. El joven le contesta con firmeza:

—Lo que me propones es una insensatez, y yo me guío sólo por la sabiduría de Dios, el cual me dará la victoria contra tu impiedad.

El prefecto ordena que le azoten con varas y que, ensangrentado, lo encierren en un calabozo, a fin de que piense con calma en su actitud

definitiva.

Manda comparecer al segundo, Félix, y le exhorta a ser más cuerdo que su hermano si no quiere un castigo semejante.

—No hay más que un Dios, dice Félix, y es el que nosotros adoramos, y a quien rendimos el amor de nuestros corazones. No pienses arrebatarnos el amor de Jesucristo; no lo lograrán ni tus insinuaciones ni tus tormentos.

El juez lo manda a la cárcel; comprende que haría lamentable papel frente a semejante decisión. Dirigiéndose al tercero, llamado Felipe, le dice:

—Nuestros invencibles emperadores te ordenan que, como buen romano, sacrifiques a los dioses omnipotentes.

—Pero, ¡ si no son dioses! —responde el joven— ; ¡ si no tienen poder alguno; ni son más que míseros e insensibles simulacros! Ten presente, señor, que quienes les ofrezcan sacrificios han de ser castigados con tormentos eternos. Por lo menos no nos quieras pervertir a nosotros.

Publio da señales de impaciencia y Felipe es conducido a la cárcel.

Se presenta al prefecto el cuarto, Silvano.

—Veo —le dice el magistrado— que os habéis entendido todos con vuestra madre para menospreciar las órdenes de los emperadores. Bueno está, pero tened presente que seréis todos condenados a muerte.

—Si retrocediésemos ante el suplicio de un momento —replica el muchacho con calma— nos expondríamos a castigos sin fin. Pero porque sabemos con toda certidumbre qué recompensas aguardan a los justos y qué tormentos a los pecadores, despreciamos vuestras amenazas y despreciamos vuestros ídolos; y en cambio servimos al Señor omnipotente que nos dará la vida eterna y para quien reservamos todo nuestro amor.

El juez ahora se dirige a Alejandro.

Le apura despachar de una vez aquel ingrato pleito.

—Supongo —le dice— que querrás salvar la vida y gozar tu juventud; pero sólo podrás conseguirlo si obedeces a nuestro emperador. No es difícil, basta con que adores a los dioses; si así lo haces, nuestros Augustos te colmarán de regalos y volverás a tu paz completamente libre.

—Siervo soy de Jesucristo, —le responde Alejandro—. Ahora, como siempre, reconozco y confieso su divinidad; y mi corazón que sólo ha sido para Él, seguirá amándole por toda la eternidad. Y en esto, Publio, de adorar al único Dios verdadero, puedes ver cuánto más vale la sabiduría de un jovenzuelo que toda la experiencia de los ancianos que se esclavizan de las falsas divinidades. Tiempo tendrás de convencerte cuando veas cómo se aniquilan, junto con esos dioses, los que hoy los adoran.

Toca el turno a Vidal, es el penúltimo. El prefecto, ya harto impaciente, aunque sin albergar mayores esperanzas, se atreve a insinuarle:

—Tú, por lo menos, tendrás ansias de gozar, y no ganas de exponer tu vida como acaban de exponerla por puro capricho tus hermanos.

—Y ¿quién es más razonable entre los que desean vivir —responde el

niño—, el que busca la protección de Dios o el que busca el favor del

demonio?

—¿Quién es el demonio? —pregunta Publio, sorprendido.

—Demonios son los dioses de los paganos —replica Vidal.

Cuando Nuestro Señor predijo a sus discípulos las persecuciones que habrían de sufrir en el mundo por su causa, les recomendó que no se inquietasen acerca de lo que habrían de responder ante los tribunales. «El Espíritu Santo —les dijo— os inspirará lo que hayáis de decir». Esta promesa acaba de realizarse de un modo sorprendente ante el prefecto.

¿Cuándo se había visto, en efecto, a un grupo de muchachos, amenazados con suplicios y la muerte misma, responder con tanta calma, cordura e intrepidez?

Faltaba el séptimo, el niño Marcial. Imaginó Publio que también con él fracasaría en su intento. En efecto, Marcial fue digno de sus hermanos y de su madre.

—Vais a morir todos —le anuncia el juez—, y por culpa vuestra. ¿Por qué en vez de obedecer a las órdenes de los emperadores os empeñáis en perder la vida negando el culto que debéis a los dioses?

— ¡Oh, sí supierais —dice con aire de majestad el tierno niño—, si supierais las penas reservadas a los adoradores de los ídolos! Dios, usando de paciencia, no quiere aún lanzar sobre vosotros los rayos de su indignación; pero día vendrá en que todos los que no reconozcan a Jesucristo por verdadero Dios, serán arrojados a las llamas eternas, donde no existe redención.

El juez, que se siente fracasado ante la intrepidez de aquellos decididos jóvenes, ordena que lleven a Marcial a la cárcel e inmediatamente envía a los emperadores el acta del interrogatorio para que ellos dispongan.

E l ÚLTIMO COMBATE

Poco se hizo aguardar la respuesta imperial. Marco Aurelio condenó a muerte a toda la familia. Mas, a fin de evitar en aquel momento un escándalo demasiado grande y para que no pesara toda la responsabilidad de la horrible tragedia sobre el prefecto, las causas de los condenados fueron sometidas a varios jueces subalternos, los cuales habían de aplicar la pena en diferentes formas a los intrépidos confesores.

Jenaro, el mayor de los siete, fue azotado con cuerdas armadas de

bolas de plomo. Se prolongó el cruel suplicio hasta que la inocente víctima exhaló el postrer aliento. Félix y Felipe murieron apaleados, a Silvano lo arrojaron de lo alto de una roca; los tres últimos fueron decapitados.

Esto acaecía el 10 de julio, día en que se celebra su fiesta.

Felicidad, ya siete veces mártir con la muerte de cada uno de sus hijos, fue degollada el 23 de noviembre siguiente, en que la tiene inscrita el Martirologio. No sirvió aquella espera para vencer a la valerosa madre.

SEPULTURA. — CULTO

El breviario de Osnabruk, publicado en 1516, pone el 10 de agosto el oficio en que se canta la gloria de Santa Felicidad y sus siete hijos.

» ELOGIO DE LOS SIETE HERMANOS

El monasterio benedictino de Ottobeuern, en la diócesis de Augsburgo, veneraba a los siete hermanos mártires como patronos especiales desde que el cuerpo de San Alejandro fue llevado al citado monasterio.

 

SANTORAL:

·        Santa Amalberga de Tamise

·        San Bianor de Pisidia

·        San Silvano de Pisidia

·        San Pascario de Nantes

·        Beato Manuel Ruiz y compañeros

·        Santa Maria Gertrudis

 


jueves, 9 de julio de 2020

Nuestra Señora Virgen de Chiquinquirá

JULIO 9 

En 1919, mientras el mundo se reponía de los horrores de la Gran Guerra, en Colombia reinaba un ambiente de paz y de moderado crecimiento económico luego del azaroso siglo XIX con su seguidilla de guerras civiles y de confrontaciones partidistas. Era presidente Marco Fidel Suárez y la República conservadora parecía ofrecer la estabilidad necesaria para terminar de sanar las secuelas dejadas por la cruenta guerra de los mil días. 

La nación celebraba un siglo de independencia, oportunidad inigualable para proceder a coronar el lienzo de la Virgen de Chiquinquirá como así ocurrió el 9 de julio, acontecimiento que congregó en la plaza de Bolívar una gran multitud liderada por el presidente poeta con su gabinete, quien para la ocasión recitó un hermosa pieza oratoria. Además, hubo verbenas populares, juegos pirotécnicos desde las montañas tutelares y se inauguró el alumbrado eléctrico de la capital que, con apenas 200.000 habitantes, se asomaba tímidamente al siglo XX.

Y no era para menos. El lienzo con la imagen de la Virgen del Rosario y a los flancos san Antonio de Padua y san Andrés apóstol había sido protagonista de primera línea de los tres largos siglos de periodo colonial. Pintada por encargo en Tunja en 1567 por uno que no era pintor y que tampoco contaba con los materiales debidos, presidió discretamente por años el oratorio privado de don Antonio de Santana en su hacienda Aposentos en Suta, hasta que la muerte de su dueño, las malas condiciones de la capilla pajiza y el traslado de la viuda de Santana a otra encomienda hicieron que la pintura cayera en el más absoluto abandono.

Por razones que no son de todo claras volvemos a encontrar el cuadro raído y sucio en Chiquinquirá, antiguo centro ceremonial indígena que significa tierra de nieblas y de pantanos; esta vez en manos de María Ramos, migrante española y pariente cercana de doña Catalina, la que fuera mujer del encomendero Santana. María Ramos, mujer piadosa y humilde se había venido desde Andalucía en busca de su marido, pero al encontrarlo amancebado con otro se retiró a Chiquinquirá a pasar su pena, protegida por su parienta. 

El 26 de diciembre de 1586, los ruegos y súplicas de esta mujer que oraba al cielo pidiendo ver claramente los rasgos desfigurados por las inclemencias del tiempo y del clima, de la Virgen fueron escuchados.  

En efecto a media mañana y mientras ella se retiraba del modesto recinto donde cada mañana rezaba delante del lienzo, la indígena Isabel y su hijito Miguel que pasaban por la puerta de la capilla, vieron con sorpresa que el lugar se iluminaba y que el cuadro despedía rayos de luz de sobrenatural belleza. El fenómeno duró un rato y muchos otros pudieron contemplarlo y de hecho se repitió otras veces a lo largo de los siglos. 

Vale la pena destacar que el proceso verbal para legitimar la veracidad del acontecimiento se inició quince días después del prodigio por jueces y escribanos enviados por el arzobispo desde Santafé y, desde entonces Chiquinquirá se convirtió en sitio de peregrinación de decenas de indígenas y españoles del altiplano andino. Sumado a eso, la imagen fue llevada varias veces a Tunja y a la capital a paliar pestes y calamidades que eran frecuentes por aquellos tiempos.


En enero de 1815 el tribuno del pueblo José Acevedo y Gómez recibió de parte de los custodios de la Virgen, el tesoro en oro y piedras preciosas, que durante siglos había sido guardado, para costear la independencia. 

Un año después el general Serviez al servicio de la causa libertadora sustrajo el cuadro y se lo llevó a los Llanos para encender los ánimos de la soldadesca aterrorizada por la represión que el pacificador Morillo venía haciendo desde Cartagena. 

El lienzo de la celestial señora fue rescatado en Cáqueza y devuelto con singular despliegue a su santuario y allí fue a visitarlo el Libertador, apenas terminadas las guerras de independencia, para agradecer el obsequio y seguramente a desahogar su alma, atormentada por las traiciones y vicisitudes; en el azaroso comienzo de esta familia de naciones.

Estos y muchos otros motivos ameritan celebrar con entusiasmo el centenario de la apoteosis mariana. Los cristianos católicos con piedad y devoción para con la Madre de Dios, todos los colombianos por un ícono -tal vez el único que se conserva- de esa larga y accidentada historia que, si no conocemos y recuperamos, no vamos a ser capaces de construir de una vez por todas ese modelo de país incluyente y solidario en el que quepamos todos.

 

Fray Carlos Mario Alzate Montes
Rector del Santuario Mariano Nacional

 


Santa Isabel Reina de PortugaL (1271-1336)

DÍA 8 DE JULIO

Zaragoza, la Inmortal, la de los Innumerables Mártires, Pilar de nuestra raza y Columna de nuestra fe, fue la ciudad donde vio Isabel la luz primera. Andando el tiempo, había de ceñir sus sienes con la diadema real y merecer más tarde el honor de los altares por la santidad de su vida. Nació Isabel en el castillo de la Aljafería, de la capital aragonesa, corriendo el año del Señor 1271. Fue hija de Pedro, primogénito del rey de Aragón, don Jaime I, y de Constanza, hija de Manfredo, rey de Sicilia, y nieta, por línea materna, del emperador de Alemania Federico II. Por parte de su madre, sobrina segunda de Santa Isabel de Hungría, cuyo nombre se le dio en el bautismo.

REINA DE PORTUGAL

La joven Isabel, que sentía gran atractivo por la virginidad, no hubiera aceptado esposo alguno terrenal, pero una luz particular le manifestó que por razón de estado debía sacrificarse y acatar el deseo de sus padres.

La alianza con el valeroso rey de Aragón, llamado el Grande a pesar de su corto reinado, era muy solicitada. El emperador de Oriente, y los reyes de Francia, Inglaterra y Portugal, habían pedido la mano de Isabel. Para evitarse la pena que les produciría el alejamiento de su hija, buscaron los padres al rey más próximo, y, con este fin enviaron embajadores a Dionisio, rey de Portugal, para anunciarle que aceptaban su petición.

TERRIBLES PRUEBAS — UN RASGO DE JUSTICIA DIVINA

Tras de algunos años de dicha conyugal perfecta, el rey se dejó llevar de culpables pasiones. La desdichada reina soportó aquella pesadísima cruz con tan heroica paciencia, que jamás se le escapó ni la más ligera queja ni la más mínima señal de disgusto o resentiminto. Menos ofendida de sus agravios y del abandono en que se veía, que de las ofensas hechas a la majestad de Dios, se contentaba con clamar en secreto al Señor por la conversión del rey, pidiéndosela sin cesar con oraciones, lágrimas y limosnas. Al fin la paciencia y mansedumbre de la reina conmovieron el corazón del rey, el cual volvió a la práctica de sus deberes religiosos e hizo penitencia por sus pasados extravíos con sincerísimo arrepentimiento.

SANTA ISABEL RESTABLECE LA PAZ

Alfonso, príncipe heredero de Portugal, deseoso de figurar en el campo de la política, intentó, en 1322, apoderarse por sorpresa de Lisboa.

El rey conocedor de estos planes, quiso evitar la guerra y no encontró más expeditivo remedio que hacer prisionero al rebelde.

Isabel, luchando entre su amor de esposa y su amor de madre, trató de reconciliar al padre con el hijo, luego, para que no hubiera efusión de sangre, advirtió a su hijo Alfonso el peligro que corría. Algunas personas mal intencionadas la acusaron de ser partidaria del príncipe, y el rey, demasiadamente crédulo, echó a la reina del palacio de Santarem, donde él estaba, la privó de todas sus rentas y la desterró a la villa de Alenquer. En tan crítica circunstancia, muchos señores ofrecieron sus servicios a la reina, pero ella lo rehusó todo, alegando que la primera obligación que a todos cabía era la de condescender con los deseos del rey.

La santa reina de Portugal visita a los pobres enfermos y cúralos con sus propias manos sin asco ni pesadumbre. Les lava los pies, aunque tengan enfermedades enojosas, y con gran devoción se los besa.

Todo le parece poco, sabiendo que Dios es digno de infinito amor y servicio.

El joven príncipe, so pretexto de defender a su madre, pidió socorros a Castilla y Aragón, mientras Dionisio preparaba un gran ejército. Ante

tales extremos, marchándose la reina de Alenquer, no obstante la prohibición del rey, y fue a Coímbra a echarse a los pies de su esposo, el cual la recibió con bondad y consintió que se interpusiera cerca de su hijo. Apresuradamente fue Isabel a Pombal, donde el príncipe se hallaba al frente de las tropas rebeldes, le ofreció el perdón paterno, y se restableció nuevamente la paz.

PIEDAD Y VIRTUD DE NUESTRA SANTA. — SUS MILAGROS

La virtuosa reina comenzaba el día con un acto de piedad que tenía lugar en la capilla de palacio. Allí rezaba Maitines y Laudes, y oía luego la santa Misa. Tenía en alto grado el don de lágrimas y era su anhelo sufrir por Nuestro Señor. Durante la cuaresma practicaba ayunos rigurosos y llevaba debajo de sus vestidos ásperos cilicios. Los viernes, con licencia del rey, daba de comer en sus habitaciones particulares a doce pobres, los servía ella misma, y les daba vestidos, calzado y dinero.

Una noche, durante el sueño, Isabel recibió inspiración del Espíritu Santo, para edificar un templo en su honor. Muy de madrugada, hizo la piadosa reina ofrecer el santo Sacrificio, y rogó al Señor que le manifestase claramente su voluntad. Una vez conocida ésta, mandó algunos arquitectos al sitio que le parecía más conveniente para la construcción proyectada, pero volvieron para comunicarle que los cimientos ya estaban trazados y que se podía empezar inmediatamente la construcción. Fue cosa muy sorprendente, pues la víspera no había absolutamente nada. El rey ordenó una indagación e hizo levantar acta acerca de este hecho maravilloso; cuando la reina llegó al lugar para cerciorarse de lo sucedido, tuvo un prolongado éxtasis, del que fueron muchos testigos.

Poco tiempo después, yendo Isabel a visitar los trabajos, encontró a una muchacha que llevaba un ramo. Se lo Pidió y repartió las flores a los obreros, éstos después de agradecer el delicado obsequio, las dejaron en lugar seguro, más al ir a recogerlas después del trabajo, vieron que se habían convertido en doblones. La construcción de la iglesia y las fiestas solemnes de su inauguración fueron señaladas con multitud de maravillas.

Junto al parque de Alenquer corría un río en cuyas aguas la reina lavaba la ropa de los enfermos del hospital. Dice la historia que al contacto con sus manos, estas aguas adquirieron propiedades maravillosas con las cuales muchos enfermos recobraron la salud y otros mejoraron de sus dolencias.

MUERTE DEL REY

El rey se agravó de tal manera, que se le tuvieron que administrar los últimos sacramentos.

La reina, que no le abandonó un momento, lo cuidó con admirable solicitud y logró que se entregara completamente en las manos de Dios. Murió el rey piadosamente el 7 de enero de 1325.

Isabel se retiró a sus habitaciones para dar desahogo a su dolor; se despojó de los vestidos reales, y se puso el pobre hábito de clarisa. Desde aquel día hasta el de los funerales, que tuvieron lugar en Odinellas, hizo celebrar muchas misas y rezar muchas oraciones por el eterno descanso del alma de su marido, y se dio personalmente extraordinarias penitencias.

SU MUERTE. — PRODIGIOS QUE LA SIGUIERON

Después de mucho tiempo, se enfermó y los médicos, que habían sido llamados con grande urgencia, encontraron muy débil el pulso de la enferma. En cuanto salieron de la habitación, quiso la reina levantarse del lecho; pero, apenas descansó los pies en el suelo, cayó desvanecida. Vuelta en sí, rezó el Credo y una plegaria a la Virgen, besó el Crucifijo y se durmió en la paz del Señor. Era el 4 de julio de 1336, tenía a la sazón sesenta y cinco años.

En su testamento, Isabel legaba todos sus bienes al monasterio de Santa Clara de Coímbra, en el cual pedía que se la enterrase, aunque con expresa prohibición de que embalsamasen su cadáver. A causa de los calores se temió la rápida descomposición, lo que originó algunas dudas respecto a dicho mandato, sin embargo, por no quebrantar el último deseo de la reina, su cuerpo, revestido con el hábito de Santa Clara y envuelto en una sábana, fue depositado en un sencillísimo ataúd de madera.

Junto a su tumba se multiplicaron los. milagros. En el proceso de su beatificación, se reconoció la curación de seis moribundos, cinco paralíticos, dos leprosos y un loco. Isabel fue beatificada por León X en 1516.

El 26 de marzo de 1612, al ser abierta su sepultura, se observó que su cuerpo incorrupto exhalaba exquisito perfume. Fue canonizada por Su Santidad Urbano VIII el día 25 de mayo del año 1625.

Muchas ciudades la han escogido por Patrona: Zaragoza donde nació, Estremoz donde murió, Coímbra donde vivió como humilde terciaria de San Francisco, y la nación portuguesa en que había brillado como reina y como santa.


SANTORAL

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